
Esa frase tenía que haberla utilizado en un momento de mi vida en el que… no había móviles…
Cuando era pequeño y la democracia estaba aún en pañales, la Jerarquía de la Iglesia era una institución con un poder que para ella lo quisiera ahora. Tras años de adocenamiento y proselitismo, gracias al concepto del pecado y esos rollos, te tenían cogido por los huevos, y vivías en una especie de terror constante: que si eso era pecado, que si te tienes que confesar al cura, que si no comulgas vas al infierno… Unos hijos de puta, en mi propia experiencia, y eso que mi familia no es de tradicionalidades religiosas, si no que son más bien de la Teología de la Liberación que tan eficientemente se dedicó Juan Pablo II en llevar a cenizas del olvido… A mi todo eso de las historias macabras de la Biblia me generaban unos sentimientos de ansiedad preocupantes… Lo de Abraham que se iba a cargar a Isaac, su hijo, porque Dios se lo pedía… y luego, en plan Inocente, inocente coge y le dice en el último momento que no… Vaya puta gracia… Fatal me parecía.
Lo que más me daba miedo era la vocación, que era algo así como que un día Dios te llamaba y, hale, a su servicio… Yo rezaba, gente, rezaba para que no me llamase… muy fuerte. No llamó, pero creo que le hubiese colgado seguro. Luego me descreí, claro, y menos mal, porque el pecado nefando es mortal por necesidad.
Lo peor es que después de meterte el terror y el adocenamiento en el cuerpo con una asignatura obligatoria, ahora cree el ladrón que todos son de su condición y quieren que todo el mundo objete de conciencia ante la Educación por la Ciudadanía. Ojalá alguien tenga los huevos de acabar con el Concordato Iglesia-Estado, y le explique a la Conferencia Episcopal que no se debe morder a la mano que da de comer, sean los fieles, sean las arcas del Estado.
